Sobre el nuevo período genocéntrico


El camino que abrió Darwin nos ha conducido a la sustancia genética (al ADN). Este descubrimiento nos hace pasar (a todos los grupos humanos) del fenocentrismo al genocentrismo. El centro se ha desplazado de la criatura al creador (de los fenotipos a los genotipos). La sustancia genética es la única sustancia viviente (‘viva’) en este planeta. Nosotros, pues, no podemos ser sino sustancia genética. Esta ‘revelación’ (esta
auto-gnosis) ha partido en dos nuestra historia sobre la tierra. Todo el pasado cultural de los humanos ha resultado arruinado, vacío, nulo... La ilusión antropocéntrica que nos ha acompañado durante miles de años se ha desvanecido. Se ha producido una mutación simbólica (en orden al conocimiento y a la conciencia de sí como sustancia viviente única); el cariotipo humano entra en un nuevo período de su devenir.

Esta aurora, este nuevo día cuyo comienzo presenciamos, alcanzará en su momento a todos los pueblos de la tierra. Pueblos, culturas, tradiciones, creencias… todo lo ‘humano’ desaparecerá. Viene una luz (un saber, una sabiduría) tan devastadora como regeneradora. Esta regeneración del cariotipo humano en el orden simbólico tendrá sus consecuencias. En un futuro no muy lejano hablaremos, pensaremos, y actuaremos, no como humanos sino como sustancia viviente única.

No hay filósofos aún, ni poetas, ni músicos, ni científicos… para este período genocéntrico que inauguramos. No hay nada aún para las nuevas criaturas, para la sustancia viviente única –en
esta nueva fase de su devenir. Nos queda la elaboración de una cultura, de un ‘mundo’ nuevo (digno de la naturaleza de nuestro regenerado, de nuestro recuperado ser). Queda todo por hacer.

jueves, 29 de diciembre de 2011

76) El legado romano

El legado romano.

Manu Rodríguez. Desde Europa (27/12/11).


*


*Roma no sólo le abrió las puertas de Europa a los hermanos griegos, también a los sirios, y a los fenicios, y a los judíos, y a los persas, y a los egipcios… Fue una inundación, una riada, un diluvio de cultos orientales. Finalmente, nada se pudo salvar -porque no estábamos anclados a nada firme. Desarraigados, errábamos. Tras un proceso de autodestrucción que había incluso corroído nuestras mismas raíces, nuestros mismos fundamentos (a los filósofos cínicos, escépticos o estoicos se les atribuye este ‘mérito’). Íbamos, pues, a la deriva, sin norte. Un viento sin norte. Quedamos a merced de cualquiera, de cualquier diablo listo. Y eso fue lo que nos pasó, un diablo listo nos atrapó, y nos retuvo en su cueva durante más de mil quinientos años.
De ninguna manera necesitábamos cualquier moral o culto oriental. Los indígenas europeos (‘indigenae’ –nacidos del interior) tenían sus dioses propios (‘indigetes’ –divinidades del interior), esto es, sus propias leyes, sus propias normas, su propia moral. Estábamos sobrados. Eran los tesoros de las familias, el legado ancestral; mientras se conservasen vivos, nada malo podía sucedernos.
Fue el menosprecio de tales claves simbólicas el principio de nuestra decadencia y ruina; la negligencia, el descuido de nuestro ser. Debimos ser fuertes ahí. En cambio adviértase nuestra ligereza en desprendernos de lo que más nos valía; nuestra necedad; nuestra estulticia, nuestra decadencia, nuestra debilidad. Defraudamos a nuestros Padres –que están en los cielos. Fuimos pérfidos, infieles; desleales.
Todo el que abandona a su pueblo, a su madre patria, es un descastado, un malnacido. Los que desertan de los Padres y de su legado. Estos son los verdaderos apátridas –sin patria, sin Padres-, y los únicos infieles. Pero tal fue, precisamente, nuestro comportamiento. Eso fue lo que hicieron, a la fuerza o de grado, todos nuestros antepasados: los romanos, los griegos, los germanos, los celtas, los eslavos… Todos renegaron de los Padres (cuando la fatídica cristianización de Europa). Hablo de nuestros antepasados. Sobre nosotros recae tal culpa, tal error, tal traición.
Nosotros, las presentes generaciones de europeos, hemos de reparar tal perfidia, tal deslealtad. Recuperar el hilo con nuestros antepasados. Recuperar el legado; volver a darle vida.
*He aquí lo que nos perdimos, lo que tiramos por la borda, lo que desconsideramos. Hablo del genio de Roma. De su ser y de su devenir. De una rama viva del árbol indoeuropeo; que no ha perecido. De su éxito y de su fracaso debemos aprender todos. Tuvieron éxito en tanto mantuvieron en alto sus señas de identidad, aquello que les había hecho fuertes; sus claves éticas, su moral ya ciudadana, ya familiar.
Las claves simbólicas que a continuación os expongo las podéis consultar en el Atlas Histórico Mundial de Hermann Kinder y Werner Hilgemann, en su página 88 (Roma. Organización social. Religión…). Son consignas que proporcionan fuerza, y firmeza, y coraje moral. Eran las armas que pudimos usar entonces, y no usamos, y las que podemos usar ahora. Aún estamos a tiempo. Es hora de recuperar aquello que nos fortalece y afirma.
Veamos si aquellas claves continúan siendo válidas. Lo que sigue es un resumen de lo allí encontrado.
La preservación (‘disciplina potestas’) del orden doméstico o familiar la realiza el padre (ambos padres diríamos hoy sin objeción) mediante la autoridad (‘sapientia’), madurez de juicio (‘consilium’) e integridad (‘probitas’). La circunspección (‘diligentia’), el rigor (‘severitas’), y el autodominio (‘continentia, y ‘temperantia’) definen el carácter solemne (‘gravitas’) de sus actos, que se adquiere por la laboriosidad (‘industria’) y la tenacidad (‘constantia’). A la descendencia se la educa en el ejemplo de los mayores (‘mos maiorum’). Humildad (‘modestia’) y veneración (‘reverentia’) son las virtudes que deben presidir la relación de las generaciones jóvenes con las mayores; a los jóvenes se les exige, además, obediencia (‘obsequium’), respeto (‘verecundia’), y pureza (‘pudicitia’, ‘integritas morum’).
En cuanto a la formación del ciudadano esto es lo que dice. El valor (‘virtus’), la independencia de juicio y acción (‘libertas’), la gloria, la devoción (‘pietas’), la fidelidad o fiabilidad (‘fides’) y el decoro en la vida pública (‘dignitas’) constituyen las virtudes ideales del ciudadano romano, que éste debe poner al servicio de la comunidad (‘res publica’) con el fin de contribuir al mayor poderío y grandeza de su pueblo (‘maiestas populi romani’). El bien común es la ley máxima (‘salus populi suprema lex’).
A los lectores le recomiendo también la lectura del tratado ‘De officiis’ (sobre las obligaciones o deberes), de Cicerón.
Cada uno de estos términos latinos tiene un campo semántico más amplio de lo que expresa la traducción (que copio del original). La ‘auctoritas’ tenía el sentido de prestigio moral, como cuando decimos que “fulano es una autoridad en tal o cual ciencia o rama del saber”. La ‘sapientia’ es tanto la sabiduría, el saber, como la inteligencia, la cordura. La ‘pietas’ es la devoción que les debemos a los Manes, a los Padres, a los mayores (‘mos maiorum’); a la ‘res publica’, a la madre patria. (‘Sacrae patria deserere’ y ‘deserere patriam’, eran expresiones romanas que designaban el abandono (la deserción) de los Padres y la adopción de una religión (religación) otra). La ‘gloria’ es justamente la fama, la buena reputación, la nombradía; alcanzar la honra general y pública, tras un ‘cursus honorum’ lleno de méritos. Al servicio de mi pueblo, para mayor honra de mi pueblo.
Estos valores pueden ser enarbolados hoy con toda dignidad, sin demérito alguno.
Les recuerdo a mis conciudadanos esta historia pasada nuestra porque en los momentos presentes Europa corre un riesgo semejante a aquel de la pérdida del mundo antiguo. Esta vez será mucho peor porque es gente extranjera y ajena a nuestro ser la que nos dominará. Aquella fue una dominación meramente ideológica, esta será además una dominación demográfica. La ‘umma’ (la muchedumbre de musulmanes asiáticos y africanos que nos inunda) nos superará. Estaremos en clara desventaja –en la tierra y en los cielos.
*La decadencia se muestra bien pronto en Grecia (desde el período alejandrino) y Roma (desde las guerras cartaginesas); la corrupción, el despotismo, la injusticia, la inmoralidad, la perfidia… en todos los terrenos de la vida. En el caso romano lo advirtió Polibio, y Cicerón, y Columela, y Salustio, y Tácito… y Persio, y Juvenal. Todos lo advirtieron y lo denunciaron. “Vuelve a las fuentes, romano, vuelve a los Padres; purifícate y recupera el aura, el prestigio (‘auctoritas’), la majestad.” Pero todo fue en vano. Aún resuena el eco de aquel fracaso.
No, no fueron los cultos extraños, no fueron los judíos o los cristianos, no fueron los bárbaros… Fuimos nosotros, nuestra indiferencia y nuestro nihilismo, los causantes de nuestra destrucción. Ahí radicaba nuestra debilidad. No estuvimos a la altura. No supimos responder adecuadamente a los apologetas cristianos, por ejemplo. No hubo ningún Demóstenes, ningún Cicerón en los primeros siglos cristianos. Nosotros nos dedicábamos a destruir nuestros fundamentos (ya lo he mencionado al principio). Las escuelas filosóficas proporcionaron argumentos a los propagandistas cristianos (la crítica a nuestros dioses, a nuestras tradiciones y costumbres, a nuestros valores). Debilitamos la seguridad y la confianza en nosotros mismos; en nuestra ciencia, en nuestro saber, en nuestro poder. Apenas les quedaba trabajo por hacer a los futuros señores de Europa.
¿No te suena esta historia, europeo? Contempla nuestro caso, los tiempos que corren. ¿No llevamos más de dos siglos autodestruyéndonos? ¿Qué resultado obtendremos de nuestro nihilismo actual; de nuestro escepticismo, de nuestro relativismo, de nuestra indiferencia política, moral, cultural; de nuestro profundo hastío? Repetimos la historia. Volvemos a cometer los mismos errores. Volveremos, pues, a ser derrotados.
*
Que tengamos todos los europeos unas felices fiestas gentiles y un verdadero año nuevo.
Hasta la próxima,
Manu

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